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Foto del escritorCristo para Todas Las Naciones

Cuando los hijos se van



Como padres sabemos que, tarde o temprano, nuestros hijos se van a ir de casa. Cuando los hijos se van, cuando su pieza queda vacía, cuando la casa se llena de silencio, sobreviene una gran desolación. Más allá de la calidad del vínculo afectivo que existe entre padres e hijos, la partida de un hijo siempre significa un cambio radical: tanto en la vida de quien se va, como en la de quien se queda. Lo que varía es la forma particular de vivir este proceso de transformación, pues en él se produce un cambio, y se termina un rol: el rol de cocinar para ellos, de jugar con ellos, de despertarlos, de recibirlos...


¿Qué pasa cuando los hijos crecen y dejan el hogar? ¿Qué sienten una madre y un padre cuando, después de tantos años de convivencia, ven partir a sus hijos para que estos vuelvan sólo de visita?


Cuando los hijos se van del hogar, los padres se ven forzados a reflexionar sobre su lugar en el mundo, y la validez de su proyecto de vida, ya sea solos, o como pareja.


Este fenómeno se conoce como “Síndrome del nido vacío”. Esta alegoría compara el hogar humano con el nido de algunas especies. Muchos se han planteado si esta comparación es válida, ya que en el reino animal raramente los padres mantienen el apego por sus hijos, sino que más bien cierran un ciclo reproductivo y continúan con otro, sin penar por los “polluelos” que se han ido.


Lo cierto es que, cuando los hijos comienzan a tomar vuelo propio, se plantea uno de los momentos más difíciles para aquellas mujeres que han construido su proyecto de vida sobre la base de una familia regular. Y no es que para el padre este cambio carezca de significado; sólo que, por lo general, los hombres mantienen una vida activa fuera del hogar que no se modificará radicalmente. Pero también puede haber hombres que, por su manera particular de vivir las relaciones paterno-filiales, hayan basado su cotidianeidad en el cuidado de los hijos y la casa, para los cuales el cambio también resulta dramático. En realidad, no depende de ser hombre o mujer, sino de cuáles son los recursos con que se cuenta para continuar encontrando sentido a la existencia.


En la aparición y desarrollo del síndrome están implicados distintos factores como: la personalidad previa, el rol de los padres dentro de la estructura familiar, y las amistades o contactos sociales de que dispongan los padres. Otra cuestión que en ciertas familias agrava el problema es que, al mismo tiempo que los hijos van creciendo e independizándose, la situación económica de los padres va mejorando. Ahora no sólo no tienen que ocuparse todo el tiempo de sus hijos, sino que tampoco tienen apremios económicos, por lo cual se encuentran con que ya no hay nada urgente o primordial que hacer.


Son pocos los padres que no sufren, en mayor o menor grado, el síndrome del nido vacío. Después de años de criar, cuidar, preocuparse, o quizás sólo convivir con sus hijos, de pronto las habitaciones se ven muy grandes, la heladera parece estar siempre llena, todo se siente demasiado pacífico y silencioso. Y, por algún motivo, resulta difícil disfrutar de lo que parece ser una lista de bendiciones. Esa desazón no es extraña. Se trata de un período de ajuste que hay que transitar con optimismo, porque puede ser de mucho provecho. Es cierto, el nido está vacío, pero comienza una nueva etapa, una en la que aprenderemos a conocer a hijos adultos, con quienes tendremos la posibilidad de establecer una relación muy enriquecedora.




¿Cómo lidiar con esta nueva etapa?


Si bien la partida de los hijos del hogar es un período que se vive con nostalgia, tristeza e incluso depresión, es también una oportunidad para que las personas y la pareja comiencen una nueva etapa. Si una pareja verdaderamente se ama, el hogar nunca quedará sin calor, sin expectativas, y sin objetivos. Cuando los hijos se van, la familia pierde parte de su actividad, vida y alegría. Sin embargo, si la persona o el matrimonio tiene un proyecto de convivencia válido por sí mismo, el síndrome del nido vacío no sólo va a superarse, sino que incluso en ocasiones ni siquiera llegará a manifestarse con fuerza.


Cuando los hijos se van del hogar es un momento que conduce a mirarnos y evaluar: ¿Cómo estamos viviendo? ¿Estamos disfrutando de la vida? ¿Tiene sentido nuestra vida más allá de los hijos? Y para mirarse en detalle, es de gran ayuda tener un espejo, ya que éste posibilita ver partes que a simple vista están ocultas. El espejo más claro, el que más fielmente refleja lo que somos, es Dios. Él nos conoce como nadie, es justo, objetivo, e imparcial.


La Biblia narra la vida del apóstol Pablo, un hombre común con problemas comunes, que en determinado momento se encontró delante del gran espejo: Dios. Al principio no quería mirar, temía verse como realmente era. Pero el espejo siempre está ahí, y de una u otra manera refleja lo que somos. En un momento Pablo levantó sus ojos, se vio reflejado, y aceptó su condición. Fue entonces cuando comprendió el gran amor de Dios, quien mostraba claramente sus debilidades y pecados, pero no para avergonzarlo o recriminarle, sino para ayudarlo. Así comenzó una nueva etapa en su vida, con una nueva visión. “No es que ya lo haya alcanzado, ni que ya sea perfecto… pero una cosa sí hago: me olvido ciertamente de lo que ha quedado atrás, y me extiendo hacia lo que está adelante; ¡prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús!” (Filipenses 3:12-14).


Para ser felices es esencial descubrir el propósito de nuestra vida. Al igual que el apóstol Pablo, podemos contar con la vital guía de Dios. Él nos ama, nos perdona mediante Jesucristo, y nos guía a descubrir el sentido de la vida. Cuando esto sucede, podemos afrontar las etapas de la vida con optimismo, disfrutar plenamente de las mismas, y seguir adelante hacia nuevas y diferentes etapas de crecimiento y superación.


Extracto del eBook Cuando los hijos se van (CPTLN).




 

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